Y de repente te das cuenta de que
la vida pasa extremadamente deprisa, que transcurre a tal velocidad que si no
estás lo suficientemente despierto dejarás momentos por el camino y que habrá oportunidades
que se esfumarán delante de tus narices por no haber llegado a tiempo al
embarcadero. Y aunque llevamos toda nuestra vida escuchando esta moraleja, no
la creemos hasta que nos hemos hecho lo bastante mayores, momento que, a su
vez, llega sin avisar. Lejos de los tópicos no sucede con la mayoría de edad ni
con irse de casa ni siquiera ocurre con la primera cana. Es un momento único e
intransferible que ocurre cuando el cuerpo nos lo pide.
De repente, una tarde en el tren
de camino a casa, en un gesto tan simple como mirar el reloj, te das cuenta de
que estamos a punto de alcanzar el ecuador del décimo mes del calendario y al
mirar por la ventanilla, los tonos verdosos y ocres de las hojas que se amontonan
a las orillas de los raíles te lo confirman. Otro otoño ha llegado antes de que
te pudieras dar cuenta y te ha pillado aún con las sandalias en el armario y el
abrigo en el doble fondo. Ha llegado y te recuerda que ya has pasado tres
estaciones fuera de casa, que te has hecho más fuerte con el paso de cada una
de ellas y, a su vez, más sensible. Ha llegado y te ha recordado lo efímero que puede llegar a ser el tiempo y que todo lo que comenzó, tarde o temprano, llegará a su fin.
Y entonces, sonríes, sin motivo
mayor que el comprender, por fin, el tan sonado mensaje de padres y abuelos y
entenderles a ellos también. Porque a partir de ahora saldrás la mitad de los
días sin apenas desayunar, te maquillarás en el coche de camino al trabajo y
correrás por la boca del metro para no dejarte escapar ni una sola oportunidad
más. Y porque a pesar de todo y de haber llegado a tiempo, siempre, siempre
habrá una estación de destino en la que todos tendremos que bajarnos, así que más
nos vale disfrutar del viaje.
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