Pero también están esas mentiras
prediseñadas, aquellas que cometemos de forma consciente porque necesitamos el
sabor de una mentira antes que el dolor amargo de una verdad. La mayoría de las
veces, suele ser una negativa a la realidad por miedo a quedar en evidencia, el
miedo a fracasar o por temer sufrir más de la cuenta. Creemos convencer a los
demás y convencernos a nosotros mismos en el mismo momento en que negamos algo
que ha pasado. Puede ser que seamos los mejores actores de la academia de las
artes y que interpretemos el papel de nuestra vida pero cuando se baja el
telón, se apagan las luces y las butacas se vacían, los actores vuelven al
camerino, se desmaquillan y se quitan los trajes con quienes fueron Don Juan
Tenorio o el Rey León, y vuelven a ser ellos mismos, las personas que se
escondían bajo el disfraz.
En algunas ocasiones nos volvemos a casa con
el disfraz puesto o, incluso, hay veces en las que seguimos interpretando aún
habiéndonos bajado del escenario. Ese papel, esa negativa o esa mentira nos
hace sentirnos protegidos pero pronto ese traje necesitará un lavado y nosotros
mismos un respiro, el respiro que da la verdad. En cuanto bajemos la cremallera
y volvamos a ser nosotros mismos, cuando asumamos que ese traje solo se utiliza
en la función, que ese papel solo es un guión con 90 minutos de duración,
entonces asumiremos las reglas de este juego.
Todos alguna vez nos hemos sentido
avergonzados cuando sin querer rompimos la figura preferida de mamá o cuando
nos negábamos a aceptar el primer suspenso por miedo a fracasar y defraudar, y
por no hablar de la rotundidad con la que negábamos ese desamor. Pero tuvimos
que actuar, mentir y mentirnos para saber que el sabor de la mentira es un
dulce efímero pero más punzante que la realidad.
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