Cuantas veces hemos tenido en
nuestras manos el poder de cambiar una situación, de mejorarla o empezarla pero
por falta de valor, por no haber cogido carrerilla y haber dejado la vergüenza
en la cuneta no somos capaces de hacerlo. Hemos llegado a imaginarnos la
situación en la soledad de nuestro cuarto, a soñarlo cuando el subconsciente
bajaba la guardia e incluso a confesárselo a nuestro cómplice pero cuando nos
encontramos escenificando esa situación en la vida real nos damos cuenta de que
no es como lo habíamos imaginado, soñado o deseado.
No sé si es un mecanismo de
defensa o nuestra cabeza levantando el freno de mano mientras el corazón pisa
hasta el fondo el acelerador o que a nuestros 20 años nos damos cuenta de que
todos esos libros de princesas que leíste de pequeña, todas esas películas con
final feliz son solo eso, cuentos de princesas y películas de amor con una gran
dosis de ciencia ficción y que la vida real dista mucho de esas páginas y
fotogramas.
Lo cierto es que cuando volvemos
a nuestro cuarto hacemos un ejercicio vocal y repetimos una y otra vez esas dos
palabras, esa frase o esa sonrisa que habría cambiado, mejorado o empezado eso
que tanto deseamos. Y al comprobar que somos capaces de hacerlo nos juramos a
nosotros mismos que la próxima vez lo haremos no una sino dos veces, pero lo
cierto es que nadie nos asegura que esa situación vuelva a sucederse…
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