Las encuestas no fallan, para la mayoría de
la población el verano es su estación preferida incluso hay muchos que
desearían vivir en ella siempre. Las prisas del trabajo o las clases y las
preocupaciones que constantemente estas conllevan son fieles compañeras de las
bajas temperaturas, lluvias y nieves. Solemos pasarnos todo el invierno
deseando que llegue pronto la primavera y empezar a quitarnos capas de ropa
mientras van disminuyendo con ellas las preocupaciones al mismo tiempo que
comenzamos a planear las vacaciones y las escapadas veraniegas. Y es entonces,
cuando los rayos de sol empiezan a dorar la piel cuando desaparecen todas las
preocupaciones, olvidamos el despertador, los madrugones y los atascos. Y nuestra
única preocupación es echarnos bronceador para no quemarnos y disfrutar.
Y la verdad es que hay una razón de peso que justifica por qué esperamos con ansia que llegue el verano: los mejores
recuerdos que guardamos en nuestra cabeza están situados en él, seguramente
llevabas un vestido ibicenco y sentías la brisa entre los dedos. Porque es en
verano cuando renace con fuerza esa idea que en Noviembre se empieza a helar
que no es otra que lo que de verdad importa es olvidarse de todo y disfrutar.
En verano no existen relojes ni preocupaciones ni mucho menos prisas, puedes
bailar hasta el amanecer, dejarte llevar y centrarte en disfrutar.
Pero el verano se acaba, las noches se
enfrían y toca volver a casa, poner el despertador y vestirse de formalidad. No
sé si es el cielo gris del otoño o el frío de la calle pero lo cierto es que
nuestro cerebro invierte nuestros intereses y vuelve a estar en cabeza la
cordura, el deber y las preocupaciones cuando en verdad todos desearíamos
disfrutar por igual con manoplas o con sandalias. Porque después de todo, ni el
frío ni las preocupaciones deberían de rebajar a un tercer nivel el seguir disfrutando y
bailando hasta que el cuerpo diga "basta" aunque mañana el despertador vuelva a
sonar.
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