Ahora que el sol ya se escondió y
que solo nos ven las discretas farolas te voy a decir la verdad. Siempre me
gustó tener todo planificado, los días organizados punto por punto y hasta el
futuro más lejano que te puedas llegar a imaginar. Todo, absolutamente todo lo
tenía calculado al milímetro porque la idea de dejar algo a la improvisación
era algo que realmente me daba pánico.
Y entonces comienzas a planificar
tu vida, toda tu vida. Eliges tu carrera a varios años vista, planificas viajes
con meses de antelación, incluso llegas a pensar el nombre que tendrán tus
hijos. Creyendo que todos los planes se cumplirán y que aquellos errores que sin
querer cometes pasados un tiempo podrás eliminar y hacer como que no
existieron. Pero de repente te das cuenta con el primer desliz, con el primer
arrepentimiento que no puedes borrar ni siquiera cambiar un ápice de su
esencia. Podrás borrarlo de tu mente después de mucho entrenamiento pero la
verdad es que cuando menos te lo esperes volverá a resurgir en forma de recuerdo.
Y es entonces cuando das la razón a la realidad.
Cuando te das cuenta de que de
nada sirven los planes es ahí cuando decides vivir sin marcar la cruz en el
calendario. Porque la verdad es que por muchos planes que hagamos la vida
siempre nos va a tener una sorpresa en la manga y después de todo, como pasa en
las buenas películas, la acción y el suspense deben reinar hasta el último
momento. Así que no nos queda más que comprar palomitas mientras improvisamos
la escena actual.
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