Reconozcámoslo, a todos nos gusta
ganar. Aunque de pequeños nos enseñaran que lo importante era participar todos
corríamos por ser los primeros en salir al patio o por ser el primero en
terminar los deberes. El sentimiento de ser los mejores no desaparece aunque sí
que pierde intensidad cuando los intentos fallidos y las caídas comienzan a
amontonarse en nuestras espaldas. Una mala racha, una decepción o un fracaso
tienen, inevitablemente, consecuencias y secuelas para siempre. A pesar de que
el tiempo haga las veces de curandero y cierre todas nuestras heridas, las
cicatrices nos acompañarán hasta el final y nos recordarán lo que sucederá sí
volvemos a repetir pasos del pasado.
Pero no siempre las cicatrices
son visibles. Porque a pesar de haberte caído con la bicicleta cada verano y
pensar que ya no te quedaban más marcas por hacerte en las rodillas, lo cierto
es que las heridas internas superan con creces a aquellas, que por patosa te
hiciste. Estas heridas que nadie ve pero que todos tenemos necesitan de mucho
más tiempo para curar ya que aquí la Mercromina
no hace demasiado efecto. Son ese episodio del pasado, esa persona o ese
desengaño los que a modo de jarra de agua fría nos hacen cambiar y
distanciarnos, cada vez más, del niño que volaba por los pasillos para lograr
salir el primero.
Y es ahí, cuando somos
conscientes de que todos los lugares en los que hemos estado, todas las
personas que hemos conocido y todos los momentos que hemos vivido nos forman y
nos transforman cuando recordamos ese sentimiento de competitividad que nos
anima a conseguir, por qué no, ser esta vez los que merezcamos ganar.
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