El día de Reyes es uno de esos
días marcados en rojo en el calendario. Era uno de los días, si no el que más
especial de los trescientos sesenta y cinco días del año cuando éramos
pequeños. Hay muchos que con el paso de los años pierden la ilusión por ese día
y otros que lo siguen señalando en un círculo rojo en el calendario.
Pertenezcamos al grupo que pertenezcamos lo que es cierto es que es el último
día del período navideño en el que, después de haber abierto todos los regalos,
casi sin querer, solemos hacer balance.
Cuando éramos pequeños, el 6 de
enero nos acostábamos felices porque aunque ese año nos hubiésemos portado “regular”,
como solía suceder, habíamos tenido debajo del árbol ese regalo que tanto
tiempo llevábamos deseando y nos prometíamos a nosotros mismos que ese año que
terminaba de comenzar seríamos mejores que el anterior. Y esa costumbre se sigue
manteniendo año tras año. Anoche, después de abrir todos los regalos, lo volví
a hacer, volví a hacer balance del último año y me di cuenta de cómo puede
cambiar la vida, las personas, las situaciones y nosotros mismos en trescientos
sesenta y cinco días.
Al remontarte a 6 de enero
anteriores observas que no solo han cambiado los regalos, no solo hemos pasado
de recibir juguetes a regalos-necesarios sino que antes nos prometíamos a
nosotros mismos portarnos mejor, sacar mejores notas ese año y ahora nos
prometemos no repetir errores del pasado y sonreír con un “todo está bien”
cuando en verdad no hay ni un todo ni está bien. Supongo que, en parte, esas
promesas que nos hacemos son regalos personales para seguir adelante que
simplemente han ido cambiando con el paso de los años.
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