Nos pasamos la vida corriendo, de
un lado para otro, siempre con prisas, llegando tarde los lunes al trabajo,
corriendo a por el metro de las 8am y, hasta hay veces, que desayunamos en el
coche. Corremos por el aeropuerto con la maleta a cuestas mientras rezamos para
llegar a tiempo a la puerta de embarque, se nos suele quemar la comida porque
justo en ese mismo instante recordamos que habíamos olvidado enviar aquel
importante email. Organizamos viajes a meses vista y, la mayoría de las veces,
entregamos los informes cinco minutos antes de que finalice el plazo máximo. Pocas
veces el despertador dice que sonará en 8 horas y casi ninguna Nochevieja
llegamos a tiempo a la mesa. Y así todos y cada uno de los trescientos sesenta
y cinco días del año.
Y, la verdad es que, por más que
nos empeñemos en hacer planes y organizar hasta el más mínimo detalle, a pesar
de defender con uñas y dientes la puntualidad y sentirnos abanderados del orden
y la disciplina lo cierto es que al final los planes nunca salen según lo previsto,
siempre habrá algo que se escapará de nuestro control y volará por los aires
hasta el más estricto de nuestros esquemas. Algunos los llaman contratiempos,
yo creo que simplemente es la vida jugando sus cartas, sorprendiéndonos en cada
esquina. Las buenas noticias llegan justo cuando menos te lo esperas pero
también lo hacen las malas y ambas persiguen un mismo objetivo: ponerte a
prueba, recién levantado y sin arreglar. Quizá confío demasiado en la
improvisación o me puede la tardanza pero prefiero seguir viviendo con las
mariposas en el estómago de no saber qué pasará a conocer hasta los créditos de
la película.

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