Creo firmemente en la idea de que
siempre hay una razón por la que una persona corre, siempre. Puede ser
deportiva, personal, laboral, psíquica o figuradamente, pero existe ese algo
que empuja a alguien a salir corriendo.
Hay quien corre porque después de
mucho probar ha encontrado en el running
aquello que le llena deportivamente. Están aquellos que quieren mejorar su
forma física, bajar unos kilos o complementar la dieta con algo de ejercicio
para completar con éxito la operación bikini. También están los que corren tras
una nueva oportunidad laboral, un puesto de trabajo que les aporte un cambio de
ritmo a su día a día. Hay quien decide salir a correr para despejarse después
de una horrible jornada o de un fracaso sentimental. Y están aquellos que salen
corriendo en cuanto ven asomar fantasmas del pasado.
Y sea cual sea el motivo por el
cual alguien corre, lejos de tacharlo de cobardía, yo lo subrayo de valentía. Porque
un cobarde nunca se retaría así mismo, no se plantearía jamás correr una media
maratón ni salir de su zona de confort, no apostaría por un nuevo trabajo
porque eso supondría volver a empezar, no concibe el sufrimiento como camino hacia el éxito y nunca querría volverse a enamorar por
miedo a fracasar.
Por eso, creo firmemente en que
aquellos que corren, ya sea de manera literal o figurada, son unos valientes.
Porque no le temen a las adversidades ni a las inclemencias meteorológicas, a
las cuestas o al barro, al fracaso o al qué dirán. Porque correr es arriesgarse
y de eso saben mucho los valientes y poco los cobardes.

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